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Belalcázar y la eterna ceremonia fúnebre

por Saulo Lizarazo

Más allá de la discusión acerca del significado que  la acción emprendida por la comunidad indígena Misak contra la estatua de Belalcázar en el Morro del  Tulcán representa en términos históricos (Discusión ineludible y base de las representaciones sociales, políticas y culturales de la nación), es necesario que la sociedad colombiana  reflexione sobre esta acción en términos prácticos, es decir, en términos que busquen hallarle solución al reclamo que las comunidades vienen expresando en defensa de sus derechos, especialmente, del derecho a la vida, la seguridad, la paz y el respeto por sus territorios y por su memoria.

Según El Consejo Regional Indígena del Cauca, CRIC: En lo corrido del año han sidoasesinados 65 integrantes de las comunidades indígenas en el Cauca […] estos hechos de violencia están relacionados con el incumplimiento de los acuerdos de paz que agudiza el crecimiento y presencia de grupos armados en los resguardos indígenas y zonas rurales. Ante estos hechos el Estado hace caso omiso a nuestras denuncias por lo tanto hemos quedado a la deriva frente a los hechos de violencia que hoy nos reprime por lado y lado, nos tienen en alerta permanente sin ser escuchados”.

Este problema, complejo en su tratamiento, no se resuelve ni con la decisión de tumbar la estatua, ni con la decisión de restaurarla y volverla a erigir, ni con la tentativa de tumbarla y erigirla cuantas veces sea necesario, como algunos representantes del poder público payanés y nacional y algunos voceros de las comunidades indígenas lo han expresado. Tampoco se resuelve cayendo en el círculo vicioso de demostrar quién tiene la razón en torno al problema de la Historia, pues la Historia no es unívoca y, pese a los esfuerzos de la historiografía por establecer la verdad: Esta siempre es susceptible de ser revisada y por regla general, empleada al servicio de lo que Nietzsche llamó: “La pompa del discurso necrológico”, con la cual se sostienen los poderes socio-culturales y políticos hegemónicos en la sociedad. Si escuchamos a la historia, podríamos creer  que  oímos  una  continua  oración  fúnebre:  siempre  se  ha  enterrado […] ¡Y el que pronuncia la oración fúnebre es también el mayor bienhechor de la sociedad!”. Pues la historia, de acuerdo con esto,  sería un campo de enterramientos a perpetuidad  que tienen como propósito erigir a los “bienhechores”, ya sean españoles, indígenas, criollos, negros, mestizos, inquisidores, religiosos, etc., sobre el cadáver de los muertos; de aquellos a quienes logra enterrar.

La estatua de Belalcázar, fundada en 1937 por las autoridades regionales y nacionales de la época sobre los cadáveres indígenas del pasado exterminados por los conquistadores europeos, no debe estar fundada sobre  los cadáveres indígenas del presente. En este sentido,  es indispensable que los reclamos de las comunidades indígenas sean atendidos por parte del Estado  y que la sociedad colombiana se solidarice con estos. De lo contrario, volviendo a Nietzsche y a su metáfora, estaríamos celebrando una eterna ceremonia fúnebre, que nos haría iguales a Belalcázar.

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